“Sáname, oh Jehová, y seré sano; sálvame, y seré salvo; porque tú eres mi alabanza” (Jer. 17:14).

UNA SITUACIÓN DESESPERADA

jueves 22 de octubre, 2015

Lee Jeremías 14:1 al 10. ¿Qué sucede aquí?

Una sequía afectó al país; cada ciudad y cada aldea sufrieron. Los pobres y los ricos sufrieron juntos. Ni siquiera la vida silvestre pudo soportar la falta de agua. Los aristócratas esperaban a sus siervos en las puertas de las ciudades, deseando que encontraran agua, pero las fuentes se habían secado. No había agua, y sin agua la vida no puede continuar. La miseria aumentaba cada día. La gente se vestía de luto y caminaba con los ojos mirando el suelo. De repente, se arrodillaba y clamaba en una oración desesperada.

En ocasión de una catástrofe natural como esta, era la costumbre ir al Templo de Jerusalén (Joel 1:13, 14; 2:15-17) para ayunar y traer ofrendas a Dios. Jeremías vio la ansiedad de la gente, pero sabía que no buscaban a Dios, sino solo agua. Esto entristecía a Jeremías. Él también oraba, no por agua, sino por la misericordia y la presencia de Dios.

Jeremías entendía que esto era solo el comienzo de las aflicciones que vendrían. Dios veía los corazones de la gente, y sabía que si retiraba la sequía el arrepentimiento desaparecería. La gente hacía lo posible tratando de cambiar esa situación: iba a Jerusalén, ayunaba, oraba, vestía ropa de luto y llevaba ofrendas, pero se olvidaba de lo más importante, que era el verdadero arrepentimiento. Estaban procurando eliminar los resultados del problema, y no el problema, su pecado.

Lee Jeremías 14:11 al 16. ¿De qué forma entendemos esto?

Dios le dijo a Jeremías: “No ruegues por este pueblo para bien”, aunque antes había presentado un gran ejemplo de oración intercesora: “Aunque nuestras iniquidades testifican contra nosotros, oh Jehová, actúa por amor de tu nombre” (vers. 7). Si bien se nos indica “orad sin cesar” (1 Tes. 5:17), Dios, que conoce todo del principio al fin, le revela a Jeremías cuán corrupto era el pueblo. Por supuesto, Dios conoce el corazón de la gente y su futuro; nosotros, no. Por ello, la amonestación a orar, aun por nuestros enemigos, no pierde nada de su fuerza.