“Jehová de los ejércitos, Dios de Israel, que moras entre los querubines, sólo tú eres Dios de todos los reinos de la tierra; tú hiciste los cielos y la tierra” (Isa. 37:16).

PROPAGANDA (ISA. 36:2–20)

lunes 08 febrero, 2021

Los gobernantes de Asiria no solo eran brutales; también eran inteligentes. Su objetivo era la riqueza y el poder, no simplemente la destrucción (comparar con Isa. 10:13, 14). ¿Por qué usar los recursos para tomar una ciudad por la fuerza si puedes persuadir a sus habitantes para que se rindan? Por ende, mientras supervisaba el asedio de Laquis, Senaquerib envió a su rabsaces, una especie de alto oficial, para tomar Jerusalén mediante propaganda.

¿Qué argumentos usó el rabsaces para intimidar a Judá? Isaías 36:2–20; Ver además 2 Reyes 18:17 al 35 y 2 Crónicas 32:9 al 19.

El rabsaces presentó algunos argumentos bastante poderosos: Ustedes no pueden confiar en Egipto para que los ayude porque es débil y poco confiable. No pueden depender de Jehová para que los ayude porque Ezequías lo ofendió quitando sus lugares altos y altares en todo Judá, diciéndole al pueblo que adore en un altar de Jerusalén. De hecho, Jehová está de parte de Asiria y le dijo a Senaquerib que destruyera a Judá. Ni siquiera tienen suficientes hombres entrenados para montar dos mil caballos. Para evitar un asedio por el cual no tienen nada para comer ni beber, ríndanse ahora, y recibirán un buen trato. Ezequías no puede salvarlos, y como los dioses de todos los demás países conquistados por Asiria no los han salvado, puedo asegurarles que su Dios tampoco los salvará.

El rabsaces ¿estaba diciendo la verdad?

Como había mucho de verdad en lo que decía, sus argumentos eran persuasivos. Lo respaldaban dos argumentos tácitos. En primer lugar, acababa de llegar de Laquis, a solo 48 kilómetros de distancia, donde los asirios mostraban lo que le sucedió a una ciudad fuertemente fortificada que se atrevió a resistirlos. Al conocer la suerte de los ejércitos y las ciudades en otros lugares que habían sucumbido a Asiria, ningún judío tendría motivos para dudar de que, desde la perspectiva humana, Jerusalén estaba condenada (comparar con Isa. 10:8–11). El rabsaces también tenía razón al decir que Ezequías había destruido varios lugares de sacrificio para centralizar la adoración en el Templo de Jerusalén (2 Rey. 18:4; 2 Crón. 31:1). Pero, esta reforma ¿había ofendido a Jehová, que era la única esperanza que le quedaba a su pueblo? ¿Los salvaría? ¿ Podría salvarlos? ¡Le correspondía a Dios responder esta pregunta!

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