“Entonces Jehová Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente” (Gén. 2:7).

“EL ALMA QUE PECARE, ESA MORIRÁ”

lunes 10 de octubre, 2022

Lee Ezequiel 18:4 y 20; y Mateo 10:28. Estos versículos, ¿cómo pueden ayudarnos a comprender la naturaleza del alma humana?

La vida humana en este mundo pecaminoso es frágil y transitoria (Isa. 40:1-8). Nada infectado por el pecado puede ser eterno por naturaleza. “Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron” (Rom. 5:12). La muerte es la consecuencia natural del pecado, que afecta a toda la vida aquí.

Sobre esta cuestión, hay dos conceptos bíblicos importantes. Uno es que tanto los seres humanos como los animales mueren. Como dijo el rey Salomón: “Porque lo que sucede a los hijos de los hombres, y lo que sucede a las bestias, un mismo suceso es: como mueren los unos, así mueren los otros, y una misma respiración tienen todos; ni tiene más el hombre que la bestia [...]. Todo va a un mismo lugar; todo es hecho del polvo, y todo volverá al mismo polvo” (Ecl. 3:19, 20).

El segundo concepto es que la muerte física de una persona implica el cese de su existencia como alma viviente (hebreo néfesh). En Génesis 2:16 y 17, Dios había advertido a Adán y a Eva que, si alguna vez pecaban al comer del árbol de la ciencia del bien y del mal, morirían.

Dios repitió esta advertencia en Ezequiel 18:4 y 20 para reforzar el concepto: “El alma que pecare, esa morirá”. Esta declaración tiene dos implicaciones principales. Una es que, dado que todos los seres humanos somos pecadores, todos estamos bajo el inevitable proceso de envejecimiento y muerte (Rom. 3:9-18, 23). Otra implicación es que este concepto bíblico anula la noción popular de una supuesta inmortalidad natural del alma. Si el alma es inmortal y está viva en otra esfera después de la muerte, entonces en realidad no morimos, al fin y al cabo, ¿verdad?

En contraste, la solución bíblica para el dilema de la muerte no es un alma incorpórea que migra al paraíso, al purgatorio o al infierno. De hecho, la solución es la resurrección final de los que murieron en Cristo. Como dijo Jesús en su sermón sobre el Pan de vida: “Que todo aquel que ve al Hijo, y cree en él, tenga vida eterna; y yo le resucitaré en el día postrero” (Juan 6:40).

¿Por qué la certeza de la Segunda Venida, que está garantizada por la primera venida de Cristo (y, a fin de cuentas, ¿de qué sirvió la primera venida de Cristo sin la segunda?), es tan decisiva para todo lo que creemos? ¿Qué esperanza tendríamos sin la promesa de su regreso?