GRACIA PARA EL CULPABLE
Emmer Chacón
La lección del día lunes 10 de febrero nos desafía con una pregunta: ¿Cómo aprendemos a mostrar gracia a los culpables sin “atenuar” el pecado? Aceptemos el desafío e intentemos una respuesta. Si buscamos una pauta, al parecer la mejor de ellas es que es a la luz del Calvario donde se determina el valor del alma humana. El evangelio maneja una lógica paradójica y es por ello que hay espacio para la redención en la cual el justo fue tratado y ejecutado como culpable para que en función de ello, el culpable pueda ser tratado tal como debió ser tratado el justo y viva.
Es a la luz del Calvario que podemos visualizar el costo de nuestra redención. Sí, de la nuestra; tuya y mía. Al entender bien que fue costosísimo proveer una salvación para mí y que de ninguna manera yo la merecía… tal comprensión puede ayudarnos a internalizar que así como el Salvador me prodigó gracia, yo debo, al menos, ejercer gracia hacia otros no importando su condición. Es claro que esta declaración tiene fuertes implicaciones. El ejercicio del perdón puede llegar a ser muy rudo. Por ejemplo, ¿qué acerca de perdonar, realmente perdonar, a aquel que asesinó a nuestro hijo?
Cuando el Señor fue interpelado en relación a los límites del perdón él respondió: “hasta setenta veces siete.” En su respuesta el Señor usa como ejemplo la paciencia de Dios para Israel (Daniel 9:24-27) y nos desafía con una pauta que difícilmente alcanzaremos. Es interesante que Dios y el ser humano, aun el creyente, ponderen el pecado de maneras muy diferentes. Para el ser humano el pecado se evalúa en función de sus consecuencias para el pecado y/o su entorno. Para Dios, el pecado es mucho más que consecuencias sobre terceros. Para Dios el pecado es aquello que separa de él a su creatura. El pecado, a los ojos de Dios, trae dolor miseria y aniquilación a la creatura a quien él tanto ama. El pecado separa al ser humano de su Creador. De manera tal que a los ojos humanos hay pecados “pequeños” y “grandes.” A los ojos de Dios, todo pecado genera separación, miseria y aniquilación.
Una de los asuntos más importantes en esta cuestión es que todos somos pecadores y por lo tanto en desesperada necesidad de perdón, misericordia y salvación. Al tener verme enfrentado con el dilema de si perdonar o no a un ofensor; debo recordar que yo mismo soy ofensor y que necesito tanta misericordia como aquel que está frente a mí “condenado” y en necesidad de perdón. El perdón, a la luz de la Escritura no es el sobreseimiento de la falta o la negación o ignorancia voluntaria de la culpa. A la luz de la Escritura el perdón costó la vida del inmaculado Hijo de Dios. El Señor le dijo a la mujer “pecadora,” “ni yo te condeno, vete y no peques más (Juan 8:11).” De esta manera el Señor le prodigó misericordia, “ni yo te condeno, vete…” y exhibió justicia: “y no peques más.” A Simón, frente a la mujer “pecadora,” le dijo: “sus muchos pecados le son perdonados, porque amó mucho; pero aquel a quien se le perdona poco, poco ama (Lucas 7:47).” Definitivamente es mucho lo que aún necesitamos aprender de nuestro Señor Jesús en cuanto a la misericordia y el perdón; en cuanto a la justicia y acerca del cómo del trato con el pecador, el que yerra.
El Evangelio, tal como se revela en la persona, obra y enseñanzas de nuestro Salvador tiene fuertes implicaciones para la vida diaria. Implicaciones no solo espirituales sino también éticas acerca de cómo tratar con el error, con el mal, la maldad y nuestros congéneres afectados por el mal y sujetos a error y pecado tal como lo somos tú y yo. Es posible que al final de esta reflexión tengamos más preguntas que cuando empezamos y reconozco que usualmente estas preguntas son difíciles de responder y, una vez las llegamos a responder, si es que logramos hallar la respuesta, esta respuesta puede ser muy difícil de oír por las implicaciones que puedan tener. En todo caso, es mucho lo que podemos aprender al respecto a la luz del calvario.