La cruz, ¿ominosa? Sí. Pero más aún, ¡gloriosa!: Cuando Jesús tomó nuestro lugar en el juicio

Merling Alomía

sábado 20 de junio, 2015

“Pero lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es crucificado, y yo al mundo” – Gál 6:14

 

 

            La fe cristiana irrumpió en el mundo mediterráneo antiguo con convicción, seguridad y tesón proponiendo conceptos que trastocaban y desafiaban radicalmente su entendimiento, concepto, tradición, valores y deseos concernientes a la vida y la realidad de la existencia.

            Y lo hizo utilizando términos, costumbres, títulos y situaciones comunes y corrientes que formaban parte del cotidiano vivir y que en el entender de ellos no podían aportar nada más que la miseria en la cual estaban sumidos o representaban ante sus ojos y experiencia vivida desde tiempos ancestrales en su sociedad.

            Términos como evangelio, rey, cruz, reino, adoración, redención, fe, camino, luz, vida, santidad, esperanza, salvación, pecado, y tantos otros, no fueron inventados por la iglesia cristiana; éstos eran parte del vocabulario, común y erudito, del campesino y del filósofo, pero sí a ellos el cristianismo les dio un significado nuevo y desconocido hasta entonces. El cristianismo con singularidad única demostraba que esos términos que eran parte de su vivir, ellos mismos podían expresar parte de un vivir mejor, deseable y tangible en ese mismo mundo derrotista y miserable sin ser parte de él.

            Jesús expresó esta realidad sin complicaciones filosóficas inentendibles del siguiente modo, “Yo les he dado tu palabra; y el mundo les aborreció, porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal. No son del mundo como tampoco yo soy del mundo” (Juan 17:14-16). De esta manera el mensaje cristiano mostraba que su oferta era entendible y sobre todo deseable en un mundo que había perdido la esperanza de algo mejor y que transitaba en una vida que carecía de sentido y propósito.

            Uno de esos términos era “cruz”. ¿Qué era la cruz? ¿Qué representaba ella? ¿Qué atractivo o qué repulsivo tenía entonces? ¿Cuán deseable era ella en la sociedad greco-romana? ¿Qué sentimientos despertaban su mención o su aparición?

            La cruz es el instrumento de tortura más inhumano y atroz que alguna vez se haya inventado en el mundo. Roma habiendo adoptado esa atrocidad condenaba a morir en ella a los delincuentes más despreciados y viles de su sociedad e imperio.[1] En los días de Jesús su sola mención era escalofriante, ominosa y aborrecible; ella estaba vinculada solo a sentimientos de servitud, miseria, escándalo, vergüenza, deshonor inaudito y sobre todo maldición divina.[2] Sin embargo, Cristo sufrió la horrenda e ignominiosa muerte de cruz, la cual era extremadamente cruel e infame, pues incluso los mismos romanos que la adoptaron la consideraban como “el castigo más cruel y repugnante” o “la más vergonzosa de las muertes”.[3]

            La inhumanidad de esta forma de ejecución está ampliamente documen- tada gráfica y descriptivamente. El desdichado que era condenado por Roma a la crucifixión era clavado en la cruz ya casi muerto en vida. Esto debido a que el reo tras ser juzgado era desnudado y atado de modo especial para ser flagelado, por un experto en flagelación, en el torso hasta que los hombros, la espalda, la cintura, las nalgas, los muslos y las pantorrillas quedaban hechos jirones.

            Tras ese trato cruel, el cuerpo entero era una llaga viva bañada en sangre y con una hemorragia copiosa. Luego en medio de ese dolor inenarrable era llevado sin ninguna consideración al lugar de suplicio cargando su propia cruz. Y allí era clavado de manos y pies en una posición sumamente incómoda y totalmente desnudo, para vergüenza pública y escarmiento de la gente.

            En realidad, el crucificado moría en la cruz no tanto por los clavos, que de hecho añadían otro dolor terrible al procesado cuando sus huesos eran atravesa- dos. El crucificado moría por un proceso de asfixia angustiosamente doloroso que lo debilitaba cada vez que trataba de respirar apropiadamente. Finalmente el condenado expiraba exhausto al no poder respirar como era debido, y desde luego sin el auxilio de nadie. Parte de todo ese trato cruel dado al condenado, así como la agonía que sufría en su paso por el patíbulo en ese suplicio cruento, lo describen cada uno de los evangelios con sencillez conmovedora.

            Sin embargo, uno queda anonadado al descubrir que esa suerte terrible e ignominiosa no la ignoraba Jesús,[4] no como existente de su entorno geográfico o social sino como experiencia a vivirla. Sus discípulos no podían concebir ni menos aceptar sus palabras, “sabéis que dentro de dos días se celebra la pascua, y el Hijo del Hombre será entregado para ser crucificado” (Mateo 26:2). Sí, Él sabía desde un principio que el punto culminante del camino redentor pasaría por el Calvario y que allí pendería como crucificado condenado, vilipendiado y derrotado.

            Pero, anonada aún más, el descubrir el verdadero sentir del Encarnado Cordero de Dios para pasar por semejante atrocidad. “Haya pues en vosotros ese mismo sentir que hubo en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló así mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Filipenses 2:5-10).

            Los millares incontables de sacrificios ofrecidos en los altares de Israel y sobre todo en su santuario, solo prefiguraban la crucifixión del Mesías redentor que un día marcharía al matadero como manso cordero redentor enmudeciendo ante semejante trato, con su cruz a cuestas y sin abrir su boca en protesta por el maltrato recibido (Isaías 53:7) y allí, en absoluta soledad angustiosa (Daniel 9:26a) y desamparo (Marcos 15:34), gustó la muerte por todos (Hebreos 2:9).

            No obstante, en la cruz, al entrar en la vertiente redentora, convergen dimensiones incomprensibles de crueldad e insondables magnitudes de miseri- cordia. Crueldad por el modo ejecutorio conectado a ella y misericordia por los motivos que llevaron al Encarnado a sufrirla, pero, sobre todo por los logros que con ella Él obtuvo como “autor de la salvación de ellos”, a saber nosotros (Hebreos 2:10). Fue el mismo Jesús quien recalcó que su muerte, es decir su crucifixión, tendría un solo propósito, dar vida eterna a todos lo que creyeran en Él (Juan 3:14-15). En la cruz el Encarnado fue levantado a alturas inimaginables no solo a la vista y entendimiento de los que lo rodearon en el Gólgota sino a la vista de todos los demás del universo entero que contempló incrédulo a quien es amor, crucificado.

            Fue su muerte en la cruz lo que más exaltó a Jesús y fue esa experiencia sublime y extrema la que dio a su nombre lo superlativo e inalcanzable en contraste a cualquier otro nombre (Filipenses 2:9). En la cruz se selló la destrucción del “que tenía el imperio de la muerte” (Hebreos 2:10) y se libró a todos los condenados a muerte eterna pagando sin regateo alguno el precio redentor total, “con la sangre de Cristo, cual si fuera la de un cordero sin mancha y sin contaminación” (1 Pedro 1:18-19).

            Sorprendentemente, es el mismo Jesús quien declara que de algún modo también nosotros podemos participar de la experiencia de la cruz, desde luego no con propósitos redentores ni menos salvíficos, sino como prueba de lealtad y entrega al que nos redimió y salvó muriendo la muerte de cruz. Así, el “si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz y sígame” (Mateo 16:24); “y el que no lleva su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo (Lucas 14:27), muestra la calidad de discipulado mostrado por el discípulo de Él.

            Sin embargo, la cruz de Jesús llega a ser como el altar de expiación cósmico pues en ella Él vertió su sangre para consumar la reconciliación no solo de lo terrenal sino de lo celestial (Colosenses 1:20). La trascendencia de este entendimiento con el mensaje de la cruz es imposible entenderlo sin el auxilio divino pues “la cruz es locura a los que se pierden”, en tanto a los que se salvan, “es poder de Dios” (1 Corintios 1:18). Y aquí reside la bendita diferencia de la cruz como mero instrumento de tortura o como el altar de nuestra redención. El hablar de la cruz sin conocer, entender o experimentar su valor es tornar la cruz de Cristo en mera vanidad (1:17), pero el hablar de ella reconociendo lo realizado en ella y, sobre todo aceptando la salvación consumada en ella, es glorificarla como es debido. Es proclamar al Encarnado que fue crucificado para redención y salvación nuestra.

            Pablo al decir “mas lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es crucificado, y yo al mundo” enfatiza y establece que para un cristiano sincero y agradecido cualquier glorificación humana es incompatible e inútil fuera de la gratitud y alabanza centrada en el acto redentor efectuado en la cruz del Calvario y, resalta con singular vehemencia la razón de su glorificación y alabanza. Reconoce no sólo el valor y la indispensabilidad de la cruz en el plano redentor sino también la entrega y lealtad con que cada cristiano debe rendirse al que lo redimió. Al pensar en la cruz ciertamente viene a nosotros su historia y recuerdo ominoso; pero también su gloriosa transformación infinita y gloriosa en virtud a la gracia redentora. Nos mueve a cantar desde lo más íntimo de nuestro ser: “Yo seré siempre fiel a la cruz de Jesús, su oprobio con él llevaré, y algún día feliz, con los santos en luz, para siempre su gloria veré. ¡Oh! Yo siempre amaré esa cruz, en sus triunfos mi gloria será; y algún día en vez de una cruz, mi corona Jesús me dará”.

 

 

                                                                                Universidad Peruana Unión

 



            [1]Ciertamente “los romanos empleaban con frecuencia sadísticamente cruel y extremadamente ver- gonzosa la muerte por crucifixión para sostener la autoridad civil con el propósito de preservar la ley y el orden contra los criminales perturbadores, los esclavos y los rebeldes” Ver, Gerald G. O’Collins, “Crucifixion”, The Anchor Bible Dictionary, 1:1209.

            [2]De modo especial en Palestina la crucifixión era un recordativo ominoso de su condición de ser- vidumbre a los romanos. Además en el pensamiento judío, un crucificado moría de ese modo por ser  un maldito por Dios (Deuteronomio 21:33) y sin duda la crucifixión era también algo extremadamente vergon- zoso (Hebreos 12:2).

            [3]Cicerón tuvo la agudeza de llamar a esa barbaridad punitiva no solo el suplicio más cruel y abominable, sino también señalarla como la más dolorosa, espantosa y horrenda (Cicerón, Verr. 2. 5, 64, 66, 165, 169). Tácito de igual modo concuerda (Tácito, Historia, 4.3, 11). Todo lo cual Josefo corrobora al referirse a ella como “la más desdichada de las muertes” (Ver, Guerras judías 7:203).

                [4]Era harto conocido en ese entonces que Roma en sus provincias imponía la crucifixión como medida máxima de orden y seguridad y de manera especial los promotores de la libertad del yugo romano eran candidatos seguros a la crucifixión. Palestina fue el escenario de miles de ejecuciones e incluso los gobernantes nativos llegaron a adoptar este ignominioso trato para los vencidos. (Josefo, Antigüedades, 12. 256; 13. 380). Durante la conquista de Jerusalén la ciudad fue varias veces testigo de crucifixiones masivas de sus ciudadanos (Josefo, Guerras judías, 5, 449-451).