“¿O no tiene potestad el alfarero sobre el barro, para hacer de la misma masa unvaso para honra y otro para deshonra?”Romanos 9:21

LA DEGENERACIÓN DE UNA NACIÓN

martes 03 noviembre, 2015

“Porque me dejaron, y enajenaron este lugar, y ofrecieron en él incienso a dioses ajenos, los cuales no habían conocido ellos, ni sus padres, ni los reyes de Judá; y llenaron este lugar de sangre de inocentes” (Jer. 19:4).

En este texto se dan unos pocos ejemplos de los males que cometió Judá. Además de abandonar a Dios, ofrecieron incienso a “dioses ajenos”, derramaron sangre inocente y “profanaron este lugar” (NVI). El verbo hebreo aquí significa “hacer extranjero”, “hacer extraño” o “profanar”. Si “este lugar” era el Templo mismo o Jerusalén, el texto no lo dice. El punto vital, sin embargo, es que la nación tenía que ser santa, especial para Dios (ver Éxo. 19:5, 6), algo diferente y distintivo de las naciones que los rodeaban. Pero eso no ocurrió. Perdieron su carácter peculiar, lo distintivo que los hubiera hecho un testimonio para el mundo. Llegaron a ser sencillamente igual a todos.

¿Qué lecciones hay aquí para nosotros?

“Y edificaron lugares altos a Baal, para quemar con fuego a sus hijos en holocaustos al mismo Baal; cosa que no les mandé, ni hablé, ni me vino al pensamiento” (Jer. 19:5).

Aunque el concepto de sacrificios humanos era conocido en el mundo antiguo, era anatema para Dios, quien prohibió esa práctica a los israelitas (Deut. 18:10). La frase traducida “ni me vino al pensamiento”, en hebreo dice: “no subió en mi corazón”. Esta era una expresión idiomática que mostraba cuán ajena y lejana de la voluntad de Dios era tal práctica. Si nosotros, endurecidos por el pecado, seres caídos, lo encontramos aborrecible, ¡imagínate lo que debió haber sido para Dios!

¡No obstante, con el tiempo, el poder de la corrupción y la cultura abrumaron tanto a su pueblo que se habían degradado hasta realizar este horrendo rito. Qué lección debe ser esto para nosotros acerca de cuán fácilmente podemos quedar enceguecidos por la cultura dominante que aceptamos o por las prácticas en que tomamos parte y que, si estuviéramos conectados con Dios y en sintonía con su Palabra como debemos, ni siquiera consideraríamos, sino que nos horrorizarían (ver Heb. 5:14).

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