EL JUICIO FINAL
En los tiempos bíblicos, había dos lugares para juzgar: la puerta de la ciudad y ante el trono del rey. Los ancianos en la puerta decidían todos los casos sencillos, pero el rey decidía todos los problemas mayores. La palabra del rey era final en asegurar justicia. En forma similar, la Biblia describe a Dios sentado en el Trono como Rey del universo, lo que garantiza que, finalmente, se hará justicia (Apoc. 20:11-15).
Lee Apocalipsis 20:7 al 15. ¿De qué manera entendemos estos majestuosos eventos?
Apocalipsis 20 tiene que ver con los mil años; así, este juicio especial sucede en ese marco de tiempo. No es la misma escena que se describe en el versículo 4, donde hay muchos tronos, porque en el versículo 11 hay solo uno. Más bien es al final de los mil años, después de la segunda resurrección (Apoc. 20:5), y después de que Satanás convence a las huestes de los perdidos de rodear la Santa Ciudad (vers. 7-9). El gran Trono blanco de Dios se ve por encima de la ciudad en ese momento. Presente estará cada persona que nació una vez: algunos, dentro de la ciudad; otros, afuera. Este es el tiempo del que habló Jesús cuando dijo que habría algunas personas que preguntarían por qué no entraron en el Reino de Dios (Mat. 7:22, 23). También es el tiempo del que habló Pablo cuando dijo que un día toda rodilla se inclinará antes Jesús, “de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra [...] y toda lengua con ese que Jesucristo es el Señor” (Fil. 2:9-11).
El propósito del Juicio no es enseñarle a Dios algo que él no supiera antes: él ya conoce todo. El propósito es que cada uno sepa por qué Dios juzgó a los perdidos del modo en que lo hizo. Cada persona, cada ángel, podrá decir: “Justo eres tú, oh Señor, el que eres y que eras” (Apoc. 16:5). Los salvados y los perdidos, tanto humanos como ángeles, verán la justicia y la rectitud de Dios.
El acto final en este drama es la destrucción de “la muerte y el Hades”, y del “que no se halló inscrito en el libro de la vida” (Apoc. 20:14, 15). Jesús tiene las llaves de la muerte y del Hades (Apoc. 1:18). Ninguno de ellos tiene alguna razón de seguir existiendo. En vez de afrontar un tormento eterno, como se enseña comúnmente, los perdidos serán destruidos. Dejarán de existir para siempre, lo opuesto de la vida eterna.