“Pero cuando el arcángel Miguel contendía con el diablo, disputando con él por el cuerpo de Moisés, no se atrevió a proferir juicio de maldición contra él, sino que dijo: El Señor te reprenda” (Jud. 9).
EL PECADO DE MOISÉS: PRIMERA PARTE
Una vez tras otra, incluso en medio de su apostasía y sus peregrinaciones por el desierto, Dios proveyó milagrosamente para los hijos de Israel. Es decir, aun cuando no lo merecían (y muchas veces fue así), la gracia de Dios fluía hacia ellos. En la actualidad, nosotros también somos receptores de su gracia, aunque tampoco lo merezcamos. En definitiva, no sería gracia si la mereciéramos, ¿verdad?
Además de la abundancia de alimento que el Señor les había proporcionado milagrosamente en el desierto, otra manifestación de su gracia fue el agua, sin la cual perecerían rápidamente, especialmente en un desierto seco, caluroso y desolado. Sobre esa experiencia, Pablo escribió: “Y todos bebieron la misma bebida espiritual; porque bebían de la roca espiritual que los seguía, y la roca era Cristo” (1 Cor. 10:4). Elena de White también agregó que “dondequiera que les hacía falta agua en su peregrinaje, fluía de las hendiduras de las rocas y corría al lado de su campamento” (PP 436).
Lee Números 20:1 al 13. ¿Qué sucedió aquí, y cómo entendemos el castigo que el Señor le dio a Moisés por lo que había hecho?
Por un lado, no es difícil ver y entender la frustración de Moisés. Después de todo lo que el Señor había hecho por ellos, las señales, los prodigios y la liberación milagrosa, aquí estaban finalmente, en los límites de la Tierra Prometida. Pero, de repente les falta agua, y comienzan a conspirar contra Moisés y Aarón. El Señor ¿no podría proveerles agua ahora como lo había hecho tantas veces antes? Por supuesto que sí; podía hacerlo y lo volvería a hacer.
Sin embargo, considera las palabras de Moisés cuando golpeó la roca, incluso dos veces. “¡Oíd ahora, rebeldes! ¿Os hemos de hacer salir aguas de esta peña?” (Núm. 20:10). Prácticamente podemos escuchar la ira en su voz, porque comienza llamándolos “rebeldes”.
El problema no era tanto su enojo en sí, que era bastante malo pero entendible, sino cuando dijo: “¿Acaso tenemos que sacarles agua de esta roca?” (NVI), como si él o cualquier ser humano pudiera sacar agua de un roca. En su ira, en ese momento aparentemente se olvidó de que era solo el poder de Dios que obraba en medio de ellos el que podía hacer ese milagro. Él, más que nadie, debería haberlo sabido.
¿Con qué frecuencia decimos o incluso hacemos cosas en un ataque de ira, y hasta creemos que la ira es justificada? ¿Cómo podemos aprender a detenernos, orar y buscar el poder de Dios para decir y hacer lo correcto antes de decir y hacer lo incorrecto?