“Y este es el testimonio: que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida” (1 Juan 5:11, 12).
LA ESPERANZA DEL NUEVO TESTAMENTO
LEE PARA EL ESTUDIO DE ESTA SEMANA: 1 Corintios 15:12–19; Juan 14:1–3; Juan 6:26–51; 1 Tesalonicenses 4:13–18; 1 Corintios 15:51–55.
Aunque escribieron en griego, todos los autores del Nuevo Testamento (salvo Lucas) eran judíos, y abordaron la naturaleza del ser humano desde la perspectiva holística hebrea bíblica, no desde la perspectiva pagana griega. Por lo tanto, para Cristo y los apóstoles, la esperanza cristiana no era algo nuevo, sino la prolongación de la antigua esperanza ya impulsada por los patriarcas y los profetas. Por ejemplo, Cristo mencionó que Abraham vio y se gozó de ver su día (Juan 8:56). Judas declaró que Enoc profetizó acerca de la Segunda Venida (Jud. 14, 15). Y los héroes de la fe esperaban una recompensa celestial que no recibirían hasta que nosotros recibiéramos la nuestra (Heb. 11:39, 40). Esta declaración no tendría sentido si sus almas ya estuvieran con Dios en el cielo.
Al enfatizar que solo los que están en Cristo tienen vida eterna (1 Juan 5:11, 12), Juan refuta la teoría de la inmortalidad natural del alma. Efectivamente, no hay vida eterna sin una relación salvífica con Cristo. Por ende, la esperanza del Nuevo Testamento es una esperanza cristocéntrica, y la única esperanza de que esta existencia mortal algún día llegue a ser inmortal.