“¡Miren qué gran amor nos ha prodigado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios!” (1 Juan 3:1).
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El regalo más grande de Dios para sus hijos es Jesucristo, quien nos trae la paz del perdón, la gracia para el diario vivir y el crecimiento espiritual, y la esperanza de la vida eterna.
“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Juan 3:16). “Pero a cuantos lo recibieron les dio el derecho (el poder) de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre” (Juan 1:12; énfasis añadido).
La salvación, entonces, es el don primordial porque, sin este don, ¿qué más podríamos recibir de Dios que realmente importe a la larga? Más allá de lo que tengamos aquí, un día moriremos y dejaremos de existir, al igual que todos los que alguna vez nos recordaron, y cualquier cosa buena que hayamos hecho también pasará al olvido. Ante todo, pues, debemos tener el don del evangelio; es decir, a Cristo y a este crucificado, siempre en el centro de todos nuestros pensamientos (1 Cor. 2:2).
Y no obstante, junto con la salvación, Dios nos da mucho más. A los que estaban preocupados por la comida y la ropa, Jesús les ofreció consuelo: “Busquen primero el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas les serán añadidas” (Mat. 6:33).
Lee Salmo 23:1; 37:25; y Filipenses 4:19. ¿Qué dicen estos versículos acerca de la provisión de Dios para nuestras necesidades diarias?
Además, cuando Jesús dijo a sus discípulos que se iría, les prometió el don del Espíritu Santo para consolarlos. “Si me aman, guardarán mis mandamientos; y yo rogaré al Padre, para que les dé otro Consolador que esté con ustedes siempre, al Espíritu de verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce. Pero ustedes lo conocen, porque está con ustedes y estará en ustedes” (Juan 14:15–17). “Él los guiará a toda la verdad” (Juan 16:13).
Entonces, el Espíritu mismo da asombrosos dones espirituales a los hijos de Dios. (Ver 1 Cor. 12:4–11.)
En resumen, el Dios en quien “vivimos, y nos movemos, y existimos” (Hech. 17:28), el Dios que “da a todos vida, aliento y todas las cosas” (Hech. 17:25), nos ha dado la existencia, la promesa de la salvación, bendiciones materiales y dones espirituales a fin de ser una bendición para los demás. En otras palabras, independientemente de las posesiones materiales que tengamos, los dones o los talentos con los que hayamos sido bendecidos, nos debemos en todo sentido al Dador por la manera en que utilizamos esos dones.