“Sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir, la cual recibisteis de vuestros padres, no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como la de un cordero sin mancha y sin contaminación”.

1 Pedro 1:18 y 19

EL PECADO Y LA MISERICORDIA

domingo 27 de octubre, 2013

Quien conoce a Dios sabe que el pecado nos separa de él. La buena noticia es que Dios puso en marcha un sistema para tratar con el pecado y llevarnos de regreso a él. En el centro de este sistema está el sacrificio.

En el Antiguo Testamento se describen tres clases de pecado, según la percepción que el pecador tenía: una transgresión involuntaria, o no intencional; un pecado deliberado, o intencional; o un pecado de rebelión. La “ofrenda de purificación” que se presenta en Levítico 4:1 al 5:13 se aplica a pecados no intencionales y a pecados deliberados (Lev. 5:1). Para esas dos categorías había una ofrenda, pero no se menciona ninguna para el pecado de rebelión, que se hacía con soberbia, por lo que el rebelde debía ser cortado del pueblo (Núm. 15:29- 31). Sin embargo, parece que, aun en estos casos, tal como el de Manasés, Dios ofreció el perdón (2 Crón. 33:12, 13).

Lee Deuteronomio 25:1 y 2; y 2 Samuel 14:1 al 11. ¿Qué revela 2 Samuel 14:9 acerca de la misericordia, la justicia y la culpa?

¿Está Dios justificado al perdonar al pecador? Después de todo, ¿no es el pecador injusto y, por lo tanto, digno de ser condenado? (Ver Deut. 25:1.) La historia de la mujer de Tecoa puede ilustrar la respuesta. Pretendiendo ser una viuda, ella fue al rey David buscando su juicio. Ella fabricó una historia acerca de sus dos hijos, uno que mató al otro. La ley israelita demandaba la muerte del asesino (Núm. 35:31), aun cuando él era el único varón que quedaba en la familia. La mujer suplicó a David (que actuaba como juez) que permitiera que el hijo culpable quedara libre.

Ella luego declaró: “La maldad sea sobre mí y sobre la casa de mi padre; mas el rey y su trono sean sin culpa” (2 Sam. 14:9). La mujer y David comprendieron que, si el rey decidía que el asesino saliera libre, el rey mismo adquiriría la culpa del asesino, y su trono de justicia, es decir, su reputación como juez estaría en peligro. El juez era moralmente responsable por lo que decidía. Por eso, la mujer ofreció llevar sobre sí la culpa.

En forma similar, Dios toma a su cargo la culpa de los pecadores a fin de declararlos justos. Para que seamos perdonados, Dios mismo debe llevar nuestro castigo. Por esto, Cristo tuvo que morir para salvarnos.