“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”

Juan 3:16.

La salvación requirió la muerte de Cristo

martes 22 de julio, 2014

Juan el Bautista describió a Jesús como "el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo" (Juan 1:29). Esta imagen era fácil de entender para cualquier israelita familiarizado con los sacrificios ofrecidos en el Templo, y con la historia registrada en el Antiguo Testamento. Abraham reveló fe en que "Dios se proveerá de cordero para el holocausto"; y el Señor proveyó el animal para ser sacrificado en lugar de Isaac (Gén. 22:8, 13). En Egipto, los israelitas sacri­ficaron un cordero como un símbolo de su liberación divina de la esclavitud del pecado (Éxo. 12:1-13). Posteriormente, cuando se estableció el servicio del Santuario, se sacrificaban dos corderos cada día, continuamente: uno en la ma­ñana y otro al atardecer (Éxo. 29:38, 39). Todos estos sacrificios eran símbolos del Mesías que habría de venir, quien "como cordero fue llevado al matadero" porque "Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros" (Isa. 53:6, 7). Por lo tanto, al presentar a Jesús como "el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo", Juan el Bautista estaba revelando la naturaleza sustitutiva de la muerte expiatoria de Cristo.

Durante su ministerio, Jesús anunció repetidamente su muerte, aunque, para los discípulos, era difícil entender por qué tenía que morir él (Mat. 16:22). Gradualmente, Jesús les explicó el gran propósito de su muerte.

¿Qué ilustraciones usó Jesús para indicar que él moriría como nuestro Sustituto? Mat. 20:28; Juan 10:11.

"Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos" (Juan 15:13), incluso si ellos no entienden o no aceptan ese sacrificio. En la cruz, Jesús derramó su sangre "por muchos [...] para remisión de los pecados" (Mat. 26:28).

Es importante notar que Jesús murió voluntariamente. Como el Padre dio a su único Hijo, así también el Hijo dio su propia vida para redimir a la raza humana. Nadie lo obligó a hacerlo. "Nadie me la quita [mi vida], sino que yo de mí mismo la pongo", declaró Jesús (Juan 10:18).

Hasta Caifás, que rechazó abiertamente a Jesús y dirigió el complot para matarlo, reconoció involuntariamente la muerte sustitutiva de Jesús (Juan 11:49-51).

Piensa en cuánta ingratitud tienen los seres humanos hacia Dios y lo que él nos ha dado en Cristo. ¿Qué podemos hacer para no caer en esa trampa? ¿Por qué es tan fácil ser ingratos, especialmente al vivir momentos difíciles?