EL LAMENTO DE JONÁS
Jonás 4:1 al 11 confirma que el mayor obstáculo que Dios tenía para con- seguir que su profeta estuviera involucrado en la misión mundial no era la distancia, el viento, los marineros, los peces, los ninivitas. Era el profeta mismo. La fe de Nínive contrasta con la incredulidad de Jonás, y su espíritu de venganza. Jonás es la única persona en las Escrituras que acusa a Dios de tener gracia; de ser compasivo, lento para la ira y abundante en amor; de ceder antes de enviar calamidades. Se pensaría que la mayor parte de la gente vería estos aspectos de Dios con gratitud.
“Cuando Jonás conoció el propósito que Dios tenía de perdonar a la ciudad que, a pesar de su maldad, había sido inducida a arrepentirse en saco y ceniza, debería haber sido el primero en regocijarse por la asombrosa gracia de Dios; pero, en vez hacerlo, permitió que su mente se espaciase en la posibilidad de que se lo considerase falso profeta. Celoso de su reputación, perdió de vista el valor infinitamente mayor de las almas de aquella miserable ciudad. Pero, al notar la compasión manifestada por Dios hacia los arrepentidos ninivitas, ‘Jonás se apesadumbró en extremo y enojose’ ” (PR 202, 203).
Lee Jonás 4:10 y 11. ¿Qué nos enseñan estos textos acerca del carácter de Dios en contraste con la naturaleza humana pecaminosa? ¿Por qué deberíamos alegrarnos de que Dios, y no un ser humano como nosotros, sea nuestro juez final?
Jonás mostró dos veces su ira en el capítulo 4. Se enojó con Dios por cambiar de parecer y salvar a ciento veinte mil habitantes de Nínive, y se enojó porque la calabacera se marchitó. En su egoísmo, el profeta necesitaba reordenar sus prioridades.
Dios instruyó a Jonás que reconociera la hermandad humana basada en la paternidad de Dios. El profeta debía aceptar su humanidad en común con esos “extranjeros”, aunque estuviesen descarriados. ¿No eran ciento veinte mil personas más importantes que una enredadera?
Lee de nuevo la reprensión que Dios le dio a Jonás. ¿De qué maneras Dios podría decirnos algo similar? Es decir, cuán a menudo nos encontramos más preocupados por nuestros problemas personales, muchos de los cuales realmente pueden ser triviales, que por las almas perdidas por las cuales Cristo derramó su sangre.